domingo, 9 de agosto de 2009

NACIMIENTO

Asomé la cabeza, no veía muy bien, mis pequeños ojillos marrones e inexpertos apenas alcanzaban a descifrar lo que sucedía: trasiegos de batas, manos, abrazos que me comprimían; manchas de color. Era como una vorágine desalmada que conseguía entumecer mis sentidos, me asfixiaba, se apoderaba lentamente de mi oxígeno, no lo podía permitir.
Lloré, como tantas veces haría a lo largo de mi vida, aunque esta vez de una manera especial, bochornosa, hasta el completo escándalo de la sala de maternidad. Incluso llegué a motivar a mis diminutos compañeros de penurias que sin dudarlo se unieron a la cruzada.
El hospital, por unos instantes se alzó en una neblina de aullidos a causas perdidas, de la que siempre me enorgulleceré. Allí me podían ver, a mis pocas horas de vida montando una rebelión que sin motivo aparente al rato se extinguiría. Me dormí lleno de gloria, enfundado en unos patucos amarillos y entre los huesudos brazos de mi madre.

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